La política sobre Ucrania del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, es un poco dispersa y vaga, y a veces desinformada. Pero no cabe duda de que existe y parece haberse convertido en una prioridad imprevista.
La política de Trump sobre Ucrania se carateriza por dos elementos en la primera semana de su Gobierno.
El primero es su persistente crítica al daño económico que el líder del Kremlin, Vladimir Putin, está haciendo a Rusia. Trump aboga por un acuerdo de paz al decirle a Putin que debe pactar por razones económicas.
Esto puede tergiversar el aparente compromiso patológico de Putin con la victoria, y la amplia naturaleza existencial del conflicto para Moscú a ojos de sus propagandistas. Ven esto como una guerra contra toda la OTAN que deben ganar. Los medios de comunicación estatales rusos pueden apagar y encender los grifos de la propaganda. Pero la mentalidad de Rusia está radicalizada, mientras que la de Occidente no lo está. Para el Kremlin no se trata de un negocio de pérdidas y ganancias trimestrales, sino de supervivencia.
El segundo elemento es la regularidad con la que Trump está hablando de la guerra después de excluirla —y a cualquier mención a Ucrania y Rusia— de su discurso de toma de posesión del lunes. El jueves, sugirió correctamente que un precio del petróleo más bajo podría impedir la capacidad de Rusia para llevar adelante la guerra. Rusia vende petróleo a China e India para mantener en marcha su maquinaria bélica, a pesar de las sanciones destinadas a reducir sus ingresos.
Trump dijo que hablaría con Kim Jong Un, de Corea del Norte, cuyas fuerzas están luchando con Moscú ahora en Kursk. También sugirió acertadamente que Beijing tiene gran influencia sobre Moscú y podría forzar un acuerdo de paz.
De nuevo, Trump está abordando el conflicto desde su zona de confort: una en la que todos buscan un acuerdo sin complicaciones que los haga más ricos.
Puede que China busque la calma y que, en última instancia, desee que el conflicto en Ucrania nunca hubiera comenzado. Pero esa no es la realidad actual, y en su lugar Xi Jinping camina en terreno frágil: ve cómo su aliado Moscú degrada su ejército y su economía hasta el punto de convertirse en el socio menor de Beijing, al tiempo que se da cuenta de que Rusia no puede perder la batalla sin que ello repercuta en las ambiciones globales de China.
Los cálculos que hacen ahora los adversarios de Estados Unidos tienen consecuencias para el orden mundial en la próxima década, no para la agenda telefónica inmediata de la Casa Blanca, ni para la rapidez con que los hábiles tratos interpersonales puedan poner fin al mayor conflicto terrestre en Europa desde la década de 1940.
El reiterado llamamiento de Trump para que los miembros europeos de la OTAN paguen más por defensa, una exigencia improbable del que el 2% del PIB que se eleve al 5%, ha tenido eco incluso en el presidente de Ucrania, Volodymyr Zelensky.
Es correcto afirmar que ésta es la guerra de Europa. Si Kyiv pierde, Polonia, los países bálticos, Rumania y Moldova sufrirán las consecuencias, no Florida ni California. Incluso el jefe de la OTAN, Mark Rutte, ha sugerido que Europa podría comprar armas para Ucrania a Estados Unidos. Se sabía que Trump iba a cuestionar el costo de la guerra para Washington, pero rápidamente Europa se está viendo acorralada para dar un paso adelante.
También es intrigante ver a Trump hablar del daño que ha hecho la guerra. El jueves dijo incorrectamente que millones de personas habían muerto en ambos bandos. Kyiv ha dicho que han muerto 43.000 soldados ucranianos. La ONU dice que han muerto unos 12.000 civiles ucranianos.
Funcionarios occidentales afirman que las pérdidas de Rusia ascienden regularmente a 700.000 muertos y heridos, y medios de comunicación independientes han rastreado casi 100.000 registros públicos que sugieren muertes de militares rusos en el campo de batalla.
Sin embargo, la referencia incorrecta y emotiva de Trump a millones de personas puede tener como objetivo evocar la urgencia y el horror de la guerra en la mente de una audiencia estadounidense para la que es un tema secundario del que rara vez se habla.
Trump dijo que podría llevar la paz a Ucrania en 24 horas, lo que siempre fue una exageración retórica descabellada. Incluso los seis meses de los que habla ahora son optimistas. Pero ha tomado posesión de su cargo con una vacilante pero vívida comprensión de los problemas de la guerra. Puede que se tambalee, mientras poco a poco se dé cuenta de que un acuerdo no es fácil y de que sus adversarios —porque eso es Putin, por muy “genial” que diga Trump que se llevan— son más pacientes, resistentes y confabuladores que él.
Sin embargo, su semana inaugural ha disipado el mayor temor de Ucrania y sus aliados de que Trump prefiriera la cordialidad con Putin a la unidad de la OTAN. O que sus alocadas e irrealistas promesas de diplomacia de la campaña electoral se evaporarían junto con la financiación de la guerra en el momento en que asumiera el cargo. Todo esto puede seguir ocurriendo, y el camino que le queda por recorrer a Trump es profundamente complejo y está plagado de rivales que tienen años más de experiencia en el puesto, y mucho más que perder o ganar.
Pero Trump se ha hecho con el asunto, tiene una comprensión emocional, aunque vacilante, de los horrores de la guerra, y es crítico con Putin, no lo adula. Se trata de otro giro imprevisto en un conflicto gobernado por lo inesperado.
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